En el caserío circulaban carros sin sus respectivas matrículas o placas, motos de alto cilindraje que no eran del pueblo, hombres armados y con uniformes de uso privativo de las fuerzas militares. Hombres que en sus rostros se dibujaba el odio, de miradas perdidas y desconfianza a flor de piel, no sabían que lo que quedaba era mas que un pueblo sano.
Al siguiente domingo de la masacre un desprevenido cliente que ignoraba lo sucedido, por ser del vecino país, arrimó a uno de los restaurantes pero la extraña soledad lo obligó casi que a tragarse entero la cachama y salir de allí lo mas rápido posible. Durante casi un largo año los restaurantes cerraron por la soledad que les embargaba y decidieron abrir sucursales mas cerca a la ciudad, sin ninguna ganancia solo para mantener viva la esperanza de volver activos a su pueblo. En Juan Frío reinaba la soledad, ahora su calle mas polvorienta que nunca dejaba una estela de polvo a lo largo del pueblo cada vez que esos carros y motos recorrían el caserío subiendo víctimas de otras partes. Quien lo creyera lo que en otras épocas era corredor turístico ahora era el de la muerte, efectivamente ladronzuelos, viciosos, "sapos", violadores eran ejecutados pero cuantos inocentes cayeron sentenciados por otros que señalaban a diestra y siniestra en ocasiones por rencillas anteriores o simple sospecha. Muchos de los asesinos desconocían la verdad, solo cumplían órdenes o también serían ejecutados; la prensa local hacía su agosto vendiendo como pan caliente sus ediciones, todos querían saber quien había sido el infortunado, si era conocido o no y bajo que culpabilidad habría perdido la vida. Los vendedores que nunca antes iban al caserío pasaban gritando los titulares de ese día, lo que para uno era tragedia otros la aprovechaban para rebuscar ingresos en una ciudad sin oportunidades económicas. Las funerarias contrataban carpinteros para producir los cajones fúnebres y así satisfacer la demanda, que por esos días aumentaba en gran delirio.
Cien mil pesos pagaban las funerarias al primero que avisara donde estaba el infortunado, eran como gallinazos en busca de carroña, ya los olían a distancias o sabían donde eran los patíbulos, los paredones improvisados para "ajusticiar" si se puede dar este nombre, donde eran torturados y finalmente ejecutados sin derecho a pedir clemencia, sus corazones inexorables, si pudiéramos pensar que algo de corazón existiera, marchitaban de un tajo la vida de quienes allí por desgracia fuesen llevados.
El eco de las balas se perdía entre el sonido de la vida natural del río Táchira, testigo silencioso que hoy arremete contra ese sitio como queriéndose llevar ese trágico recuerdo. Por sus aguas benditas bajaron en mas de una ocasión cuerpos putrefactos sin destino.