lunes, 19 de noviembre de 2012

Los muros de la infamia

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El olor a muerte, y luego esos cuerpos hechos cenizas, son cosas tan aterradoras que jamás olvido, su olor traspasa cualquier cosa inimaginable, era un olor de soledad, un olor de amargura, las llantas de los autos mezclado con la carne quemada invadía los pulmones y se quedaba allí por meses, uno quería vomitar un millón de veces y sacar de adentro tanta tristeza. El viejo trapiche, ese de olor a miel de caña, el que en su casita había varias veraneras florecidas tan solo era un descuartizadero, y se habían cambiado los días de molienda panelera por molienda humana; hasta donde el odio puede llegar, hasta donde puede el ser humano ensañarse con sus propios hermanos, seres nacidos en esta que llamamos nuestra patria y a la que herimos cada día aún más. Se dio la orden de desaparecer todo cuerpo para borrar evidencias y así se hizo, desaparecieron tantas evidencias que aún hoy no se sabe quienes fueron las víctimas ni cuantas en total, muchas familias aún lloran la pérdida de sus seres queridos. Cuantos de estos desventurados, eran trabajadores inocentes, la razón de su muerte podría ser desde no compartir la misma ideología psicópata, negarse a colaborar, estar por desdicha sentado en alguna esquina y haber sido confundido, o ser enemigo de los sapos que dieron dedo sin importar quien los lloraría. El Táchira se teñía de negro cada vez que las cenizas se mezclaban con su bendita agua, el mismo callejón por donde circulaba el agua, que provenía del canal que impulsaba esa enorme rueda del molino de la caña de azúcar,  por ese mismo callejón bajaba la mezcla de agua y barbarie, mezcla de vida y muerte. El bagazo que en otras épocas fue el combustible de las calderas del trapiche, fue remplazado por llantas que al quemarse, su humo era tan negro como el corazón de los victimarios, allí se quemaron sueños, ilusiones, luchas, y dejaron huérfanos, viudas, y madres sumidas en el desconsuelo.
Cuando pasábamos la línea, que divide a Peracal de Juan García , se sentía el aire pesado y un ambiente de tristeza, ni la belleza de su naturaleza era capaz de ocultar tanto salvajismo, tanta crueldad. En las tardes el sonido del río parecía traer el eco de sus gritos, pidiendo clemencia y perdón. Hoy el río que fue testigo del odio pareciera querer llevarse y borrar ese mal recuerdo, ya casi llega a las ruinas del trapiche, arcos y columnas de ladrillo que se alzan silenciosas como símbolo de la fiereza de las mal llamadas limpiezas sociales de nuestra Villa.